Años atrás me habría sonrojado al reconocer que soy intrusiva (curiosilla, digamos) pero con tanta nueva desviación poniéndose de moda hoy no me causa mayor conflicto admitir públicamente mi pasión por el morbo.
Muy temprano, creo que en prepri (desde niña empecé a esquivar la imposición del “bien” sobre el “mal” que tanto daño le ha hecho al mundo), inauguré mi carrera de morbosa cuando alcé mi falda de manera intermitente ante los ojos perplejos de mis compañeros cincoañeros para que dejaran de adivinar -de una vez por todas, carajo- de qué color eran mis calzones.
Fue un acto por demás espontáneo: primero porque no todos los días surgen oportunidades de calidad para sacar a orear al exhibicionista que vive dentro de uno, y después porque tampoco pude aguantarme las ganas de incitar los pudores recién estrenados de mis coetáneos. Los inocentes no sabían qué hacer con tanto desembarazo y se debatían entre agarrarse los cachetes invadidos de sangre, correr a decirle a la miss o taparse los ojos con los dedos estratégicamente separados en un gesto innegable del morbo infantil. Así me descubrí embonando en una subcategoría un poco menos cívica: Peor que una morbosa ordinaria, yo soy morbosa del morbo ajeno.
El misterio de mis prendas íntimas (y, por lo tanto, el disfrute de la experiencia iniciática) fue breve. Al correr de pocos días el experimento ya había arrojado dos hipótesis: que todos mis calzones eran blancos o -peor- que todos los días me ponía los mismos calzones. La urgente necesidad de encontrar un ritual sustituto se apoderó de mí como alma sin cuerpo… misma que con el tiempo fue desechando frustraciones y entendiendo de latencias.
Los tendederos sólo empezaron a llamar mi atención casi una década después, cuando para asombro de todos Doña Teté mandó poner una celosía sobre el techo de su casa, a la entrada de la colonia. Después de todos esos años de intemperie no podía acabar de entender cuál sería su urgencia, su repentina necesidad de una pared de ladrillos huecos que disimularan las hilerotas de ropa húmeda que coronaban su casita de un piso desde que empecé a acumular recuerdos.
¿Para qué sirve, si al reconocerse incómoda sobre la necesaria exposición de la lavandería recíen hecha no hacia más que renunciar a la anonimidad platónica que gozaba la fila de chicheros desvarillados que hacían graciosas volandas desde su azotea todos los miércoles? ¿Para qué, si ese muro que no es muro consigue lo mismo que una blusa con escote (en lugar de tapar, invita a asomarse)? ¿Para qué, si –en todo caso- poner una celosía salía más caro que pagar el enganche y la mitad de las mensualidades de una secadora de ropa del Elektra?
Luego de darle varias vueltas al asunto, mi reinaugurado sentido del morbo reveló la única respuesta lógica: todavía existen valientes, fundamentalistas irreductibles que se resisten a perder su derecho al exhibicionismo en manos de Mabe, Whirpool y otras tecnologías del secado pudoroso.
Me gustan los tendederos porque cada prenda limpia grita al viento la autobiografía no autorizada del ser humano que con ella se vistió; porque la ropa sucia se lava en casa pero no se ha inventado un detergente que elimine de los textiles expuestos (cansados de tanta reincidencia y doblés) las primeras y reveladoras transparencias. Porque las faldas, fondos y camisas de todas las tallas que ponemos a ondear ante el implacable escrutinio del ojo ajeno nos desvisten de las pretensiones que pretendemos a través del acto del vestido, revelando con cada mancha indeleble la memoria de nuestros vicios y costumbres recurrentes, de otra manera, privados.
La siguiente es una oda visual a aquellos audaces revolucionarios de la lavandería que siguen ejerciendo el acto libre y voluntario de convertir su línea de trapos húmedos en camaleónico estandarte... si bien sólo para reconciliarse con este mundo de morbosos recíprocos en donde, a pesar de nuestro empeño por sentirnos diferentes, acabamos convergiendo en nuestros hábitos más percudidos.
Al final, todos andamos enseñando los calzones.
“María perdió su virginidad entre las sábanas.
Nunca volvió a encontrarla.”
-Barcelona, España.
“Campioni del mondooooooo!”
-Nápoles, Italia.
“Tal vez acabando de pagar la boda de nuestra quinta hija nos alcance para la tele”
- Dubrovnik, Croacia.
“Nino tiene ‘pesadillas’ cuando duerme.
Su Mamá, cuando Nino se levanta.”
-Venecia, Italia.
“Madre soltera busca trabajo de medio tiempo