diciembre 22, 2009

Flor de Luto


Del libro marrón. Diciembre 22, 2008.

Hoy enterramos a mis Abuelos.

Las cenizas de Teresa ya llevaban una década y media en esa urna de madera pero César, su esposo, nunca quiso decidir qué hacer con ellas. A pesar de haber sido un racionalista irreductible y hambriento de respuestas, decía que no creía en los cementerios como si adrede le plantearan la única pregunta que nunca quiso hacerse.

Mi Abuela era todo lo contrario. Conservo imágenes muy tempranas del idilio que sostuvo en vida con su sombra; esa contraparte que, para quienes hubieran preferido no haber nacido, siempre empieza en el lugar de origen. Hablaba sobre deliciosos tacos de gusanos, huevos de hormiga y otros condumios insólitos que se comían en la Pachuca de su infancia y que lejos de transmitir antojo sugerían barbarie. Criaba jilgueros, loros y periquitos australianos con quienes silbaba todas las mañanas, mientras desayunaba huevos crudos directamente de la cáscara, como Rocky. Era una guerrera que bordaba flores de colores. Con su voz de niña nos hablaba de La Santa Muerte y (junto a su colección de memorabilia católica) montaba pequeñísimos altares de velas para honrar figurines huesudos y esqueletos de plástico. Los besaba y les hablaba de usted, como pidiéndoles el favor.

“Cuando me muera, quiero que se suban a una avioneta y tiren mis cenizas desde el cielo sobre el campo, sobre los cerros de Pachuca.” Aunque narraba su fantasía recurrente con euforia casi infantil, al principio me causaba una impresión incluso física, pero al final conseguía que la visualizara volando libre, con los brazos abiertos y la sonrisa plena sobre un vergel bañado de luz y de vida.

Cuando la huesuda por fin escuchó las oraciones de mi Abuela, el Abo convirtió su casa en el mausoleo que conservaría intacto el tema de la muerte y su añoranza de la propia, con la exhibición permanente de la urna a manera de amuleto. Los catorce años siguientes todos quisimos creer que lo había hecho así para sentirla cerca, pero hoy sé que era la forma más cómoda de posponer el luto y de paso endosarle lo del doble entierro a quien se dejara. Sigo sin entender cómo un ser con tanta sensibilidad para la música toleró el agnosticismo. Fue pianista resignado, letrado autodidacta y filósofo triste. Nunca formuló ningún deseo sobre el destino de sus restos porque no le parecía importante. “Para cuando tengan que decidir qué hacer conmigo yo ya voy a estar fuera de este cascarón; a mí qué más me da lo que hagan con él.”

Llegado el momento, en abril, no hubo uno de sus tres hijos que quisiera hacerse cargo del nuevo asunto, mucho menos del pendiente. César escapó a Guadalajara, Sara se desentendió y, en la indiferencia, Susana se llevó a su casa la segunda urna y la acomodó junto a la primera. Así, en la desidia de sus hijos, las corazas de mis Abuelos cumplían su condena en el purgatorio material.

Con la visita inesperada del tío César y familia, Susana y Sara se quedaron sin pretexto y convocaron con mucha prisa y pocas ganas a quienes pudimos interrumpir nuestras actividades para asistir al funeral doble. En la sobremesa de una comida improvisada y apresurada al sur de la ciudad, se decidieron por los Dinamos sin sentimentalismo alguno, sólo porque estaban ahí cerca.

La caravana ascendía en silencio. Afortunadamente vimos pasar a las familias jugando futbol en los llanos y los ríos con sus torrentes de basura: el despoblado a medio reventar en pleno san lunes. Atrás fue quedando el hormigueo de los almuerzos campiranos que concluían al anuncio de un atardecer precoz. En algún lugar entre el tercero y el quinto dinamo –cuando el paisaje invitaba a bajar los vidrios y llenarse los pulmones de bosque- por fin bajamos de los coches, abrimos ambas urnas (cargando sólo con los restos incinerados de las personas que más me quisieron y mejor me lo demostraron cuando niña) y echamos a andar.

César se dejó ver entusiasta. Susana no pronunció palabra y Sara no sabía hacia dónde caminaba con sus tacones sobre el lodo, pero caminaba. No era el típico clima de funeral. Lejos de eso, la excursión parecía emocionarnos. Unos bromeaban para no llorar, otros querían acabar de una vez por todas y los demás abogábamos por la búsqueda del lugar perfecto: un paisaje de río y verde donde ambos pudieran devolver para siempre la materia que les fue prestada.

César dijo “¡Escucho agua que corre!”, Susana estiró el cuello y, al otro lado del sonido, Sara halló por fin el lugar. Casi inmediatamente abrimos las bolsas de tela y plástico y hundimos nuestros dedos en los restos calcinados. Al tacto de mi abuela recordé de golpe cuánto le molestaban las cosquillas. “Son las últimas, Teresa” le dije en silencio. Aventamos puños de Abuelos sobre las plantas, sobre las flores, sobre el pasto, como si fueran confeti. Hicimos del sepulcro una fiesta silenciosa. César contenía las lágrimas, Susana apretaba la mandíbula mientras señalaba huecos del paisaje que no habían sido aún espolvoreados de gris y Sara tenía prisa por terminar. Mientras se despedían de sus padres, acogiendo simultáneamente sus afectos inconclusos, era fácil imaginarlos de niños.

Mientras entregaba a mi Abo al río encontré un pedazo de la prótesis que le implantaron años atrás para devolverle temporalmente la movilidad (y con ello la autonomía que tanto valoraba) durante los años que siguieron a la muerte de su Chata. Como niños que encuentran un tesoro en medio del bosque, nos reunimos alrededor del pedazo de metal ahumado y celebramos el hallazgo tirando más confeti. Luego lo tomé y lo vi caer al lecho del cauce transparente.

Susana dio las gracias. César se despidió distante, calmo pero medio revuelto. Sara dijo “Por fin eres libre, Teresita” mientras rociaba las últimas cenizas grises sobre flores amarillas y lilas, aunque por su entusiasmo de niña bien podrían haber sido pétalos.

En el silencio, en el frescor de la tarde húmeda y fría del cerro, lejos de la cripta y de Pachuca, yacen mis abuelos, mis viejitos, mis primeros amigos.

Descansan para siempre en su cama de vida.